BOLA DE SEBO Cuento de GUY DE MAUPASSANT Texto ESPAÑOL 2/2

 

Bola de sebo
Guy de Maupassant

(En francés: Boule de suif )

(1880)

 

Cuento – Historia francesa

Texto completo traducido al Español

Literatura francés

Segunda parte

( < Parte 1 )

 

El cuento Bola de Sebo (en francés: Boule de suif ) de Guy de Maupassant es considerado una obra maestra del realismo francés. Quien primero lo dijo fue su padrino literario, Gustave Flaubert, uno de los mayores referentes de la literatura universal. La historia “Bola de Sebo” , publicada en 1880, marcó el inicio rutilante de una carrera literaria de Guy de Maupassant. El cuento Bola de sebo integró Las veladas de Médan, una antología de obras de cinco autores liderada nada menos que por Émile Zola, el padre del naturalismo francés, escuela de la que el mismo Guy De Maupassant es un sólido referente.

Bola de sebo es un texto que se incluye en muchas currículas de estudio de psicología social y sociología de grupos por la lucidez con la que el escritor muestra las alianzas y estrategias que se tejen en el seno de los grupos humanos, a la vez que revela la hipocresía y el egoísmo presentes en todas las clases sociales.

Aunque fue escrita hace 140 años, su contenido y mensaje de la historia de “Bola de Sebo” de Guy De Maupassant son de una potencia y de una vigencia innegables en la actualidad…

A continuación puede leer el texto completo del cuento de Guy de Maupassant: “Bola de Sebo” ( en francés: Boule de suif) traducido al español.

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¡Buena lectura!

 

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Bola de sebo
Guy de Maupassant

 

Cuento – Historia francesa

Texto traducido al Español

Segunda parte

< Parte 1 )

 

  ….   Después de 14 horas de viaje, la diligencia se detuvo frentea la posada del Comercio. Abrieron la portezuela y algo terrible hizo estremecer a los viajeros: eran los tropezones de la vaina de un sable cencerreando contra las losas. Al punto se oyeron unas palabras dichas por el alemán. La diligencia se había parado y nadie se apeaba, como si temieranque los acuchillas en al salir. Se acercó a la portezuela el mayoralcon un farol en la mano, y alzando el farol, alumbró súbitamente las dos hileras de rostros pálidos, cuyas bocas abiertas y cuyosojos turbios denotaban sorpresa y espanto.

Junto al mayoral, recibiendo también el chorro de luz, aparecía un oficial prusiano, joven, excesivamente delgado y rubio, con el uniforme ajustado como un corsé,la deada la gorra de plato que le daba el aspecto recadero de fonda inglesa .Muy largas y tiesas las guías del bigote -que disminuían indefinidamente hasta rematar en un solo pelo rubio, tan delgado que noera fácil ver dónde terminaba -, parecían tener las mejillas tirantes con su peso, violentando también las cisuras dela boca.

En francés-alsaciano indicó a los viajeros que se apearan.

 

Las dos monjitas, humildemente, obedecieron las primeras con una santadocilidad propia de las personas acostumbradas a la sumisión. Luego,el conde y la condesa; en seguida, el fabricante y su esposa. Loiseau hizopasar delante a su cara mitad, y al poner los pies en tierra, dijo al oficial:

-Buenas noches, caballero.

El prusiano, insolente como todos los poderosos, no se dignó contestar.

 

Bola de Sebo y Cornudet, aun cuando se hallaban más próximosa la portezuela que todos los demás, se apearon los últimos, erguidos y altaneros en presencia del enemigo. La moza trataba de contenerse y mostrarse tranquila; el revolucionario se resobaba la barba rubicunda con mano inquieta y algo temblona. Los dos querían mostrarse dignos, imaginando que representaba cada cual su patria en situaciones tan desagradables; y de modo semejante, fustigados por la frivolidad acomodaticia de sus compañeros, la moza estuvo más altiva que las mujeres honradas, y el otro, decidido a dar ejemplo, reflejaba en su actitud la misión de indómita resistencia que ya lució al abrir zanjas, talar bosques y minarcaminos.

Entraron en la espaciosa cocina de la posada, y el prusiano, despuésde pedir el salvo conducto firmado por el general en jefe, donde constabanlos nombres de todos los viajeros y se detallaba su profesión yestado, lo examinó detenidamente, comparando las personas con las referencias escritas.

Luego dijo, en tono brusco:

-Está bien.

Y se retiró.

Respiraron todos. Aún tenían hambre y pidieron de cenar. Tardarían media hora en poder sentarse a la mesa, y mientras lascriadas hacían los preparativos, los viajeros curioseaban las habitaciones que les destinaban. Abrían sus puertas a un largo pasillo, al extremodel cual una mampara de cristales raspados lucía un expresivo número.

 

Iban a sentarse a la mesa cuando se presentó el posadero. Era un antiguo chalán asmático y obeso que padecía constante sahogos, con resoplidos, ronqueras y estertores. De su padre había heredado el nombre de Follenvie.

Al entrar hizo esta pregunta:

-¿La señorita Isabel Rousset?

Bola de Sebo, sobresaltándose, dijo:

-¿Qué ocurre?

-Señorita, el oficial prusiano quiere hablar con usted ahoramismo.

-¿Para qué?

-Lo ignoro, pero quiere hablarle.

-Es posible. Yo, en cambio, no quiero hablar con él.

Hubo un momento de preocupación; todos pretendían adivinarel motivo de aquella orden. El conde se acercó a la moza:

-Señorita, es necesario reprimir ciertos ímpetus. Una intemperancia por parte de usted podría originar trastornos graves. No se debe nunca resistir a quien puede aplastarnos. La entrevista no revestirá importancia y, sin duda, tiene por objeto aclarar algún error deslizado en el documento.

 

Los demás se adhirieron a una opinión tan razonable; instaron, suplicaron, sermone aron y, al fin, la convencieron, porque todos temían las complicaciones que pudieran sobrevenir. La moza dijo:

-Lo hago solamente por complacerlos a ustedes.

La condesa le estrechó la mano al decir:

-Agradecemos el sacrificio.

Bola de Sebo salió, y aguardaron a servir la comida para cuando volviera.

Todos hubieran preferido ser los llamados, temerosos de que la mozairascible cometiera una indiscreción y cada cual preparaba en sumagín varias insulseces para el caso de comparecer.

Pero a los cinco minutos la moza reapareció, encendida, exasperada,balbuciendo:

-¡Miserable! ¡Ah, miserable!

Todos quisieron averiguar lo sucedido; pero ella no respondióa las preguntas y se limitaba a repetir:

-Es un asunto mío, sólo mío, y a nadie le importa.

 

Como la moza se negó rotundamente a dar explicaciones, reinó el silencio en torno de la sopera humeante. Cenaron bien y alegremente, a pesar de los malos augurios. Como era muy aceptable la sidra, el matrimonio Loiseau y las monjas la tomaron, para economizar. Los otros pidieron vino, excepto Cornudet, que pidió cerveza. Tenía una manera especialde descorchar la botella, de hacer espuma, de contemplarla, inclinando el vaso, y de alzarlo para observar a trasluz su transparencia.

Cuando bebía sus barbazas -de color de su brebaje predilecto – estremecíansede placer; guiñaba los ojos para no perder su vaso de vista y sorbíacon tanta solemnidad como si aquélla fuese la única misiónde su vida. Se diría que parangonaba en su espíritu, hermanándolas, confundiéndolas en una, sus dos grandes pasiones: la cerveza y la Revolución, y seguramente no le fuera posible paladear aquélla sin pensar en ésta.

El posadero y su mujer comían al otro extremo de la mesa. Elseñor Follenvie, resoplando como una locomotora desportillada, tenía demasiado estertor para poder hablar mientras comía, pero ella no callaba ni su solo instante. Refería todas sus impresiones desdeque vio a los prusianos por vez primera, lo que hacían, lo que decíanlos invasores, maldiciéndolos y odiándolos porque le costabadinero mantenerlos, y también porque tenía un hijo soldado. Se dirigía siempre a la condesa, orgullosa de que la oyese una damade tanto fuste.

 

Luego bajaba la voz para comunicar apreciaciones comprometidas; y su marido, interrumpiéndola de cuando en cuando, aconsejaba:

-Más prudente fuera que callases.

Pero ella, sin hacer caso, proseguía:

-Sí, señora; esos hombres no hacen más que atracarse de cerdo y papas, de papas y de cerdo. Y no crea usted que son pulcros. ¡Oh, nada pulcros! Todo lo ensucian, y donde les apura… lo sueltan, con perdón sea dicho. Hacen el ejercicio durante horas todos los días, y anda por arriba y anda por abajo, y vuelve a la derechay vuelve a la izquierda. ¡Si labrasen los campos o trabajasen en las carreteras de su país! Pero no, señora; esos militares no sirven para nada. El pobre tiene que alimentarlos mientras aprenden a destruir.

 

Yo soy una vieja sin estudios; a mí no me han educado, es cierto; pero al ver que se fatigan y se revientan en ese ir y venir mañanay tarde, me digo: habiendo tantas gentes que trabajaban para ser útilesa los demás, ¿por qué otros procuran, a fuerza detanto sacrificio, ser perjudiciales? ¿No es una compasión que se mate a los hombres, ya sean prusianos o ingleses, o poloneses o franceses?

Vengarse de uno que nos hizo daño es punible, y el juezlo condena; pero si degüellan a nuestros hijos, como reses llevadasal matadero, no es punible, no se castiga; se dan conde coraciones al quede struye más.¿No es cierto? Nada sé, nada me han enseñando ;tal vez por mi falta de instrucción ignoro ciertas cosas, y me parecen injusticias.

 

Cornudet dijo campanudamente:

-La guerra es una salvaja da cuando se hace contra un pueblo tranquilo; es una obligación cuando sirve para defender la patria.

La vieja murmuró:

-Sí, defenderse ya es otra cosa. Pero ¿no deberíamo santes ahorcar a todos los reyes que tienen la culpa?

Los ojos de Cornudet se abrillantaron:

-¡Magnífico, ciudadana!

El señor Carré-Lamadon reflexionaba. Sí, era fanático por la gloria y el heroísmo de los famosos capitanes; pero el sentido práctico de aquella vieja le hacía calcular el provecho quere portarían al mundo todos los brazos que se adiestran en el manejode las armas, todas las energías infecundas, consagradas a preparary sostener las guerras, cuando se aplicasen a industrias que necesitansiglos de actividad.

 

Levantose Loiseau y, acercándose al fondista, le hablóen voz baja. Oyéndolo, Follenvie reía, tosía, escupía; su enorme vientre rebotaba gozoso con las guasas del forastero; y le compróseis barriles de burdeos para la primavera, cuando se hubiesen retiradolos invasores.

Acabada la cena, como era mucho el cansancio que sentían, se fueron todos a sus habitaciones.

Pero Loiseau, observador minucioso y sagaz, cuando su mujer se hubo acostado, aplicó los ojos y oído alternativamente al agujero de la cerradura para descubrir lo que llamaba “misterios de pasillo”.

 

Al cabo de una hora, aproximadamente, vio pasar a Bola de Sebo, más apetitosa que nunca, rebozando en su peinador de casimir con blondas blancas. Alumbrábase con una palmatoria y se dirigía a la mamparade cristales raspados, en donde lucía un expresivo número. Y cuando la moza se retiraba, minutos después, Cornudet abríasu puerta y la seguía en calzoncillos.

Hablaron y después Bola de Sebo defendía enérgicamente la entrada de su alcoba. Loiseau, a pesar de sus esfuerzos, no pudo comprenderlo que decían; pero, al fin, como levantaron la voz, cogió al vuelo algunas palabras. Cornudet, obstinado, resuelto, decía:

-¿Por qué no quieres? ¿Qué te importa?

Ella, con indignada y arrogante apostura, le respondió:

-Amigo mío, hay circunstancias que obligan mucho; no siempre se puede hacer todo, y además, aquí sería una vergüenza.

Sin duda, Cornudet no comprendió, y como se obstinase, insistiendo en sus pretensiones, la moza, más arrogante aun y en voz másrecia, le dijo:

-¿No lo comprende?… ¿Cuando hay prusianos en la casa, tal vez pared por medio?

Y calló. E se pudor patriótico de cantinera que no permite libertades frente al enemigo, debió de reanimar la desfallecida fortaleza del revolucionario, quien después de besarla para despedirse afectuosamente, se retiró a paso de lobo hasta su alcoba.

 

Loiseau, bastante alterado, abandonó su observatorio, hizo una scabriolas y, al meterse de nuevo en la cama, despertó a su amiga y correosa compañera, la besó y le dijo al oído:

-¿Me quieres mucho, vida mía?

Reinó el silencio en toda la casa. Y al poco rato se alzóre sonando en todas partes, un ronquido, que bien pudiera salir de la cuevao del desván; un ronquido alarmante, monstruoso, acompasado, interminable, con estremecimientos de caldera en ebullición. El señor Follenvie dormía.

 

Como habían convenido en proseguir el viaje a las ocho de lamañana, todos bajaron temprano a la cocina; pero la diligencia, enfundada por la nieve, permanecía en el patio, solitaria, sin caballos y sin mayoral. En vano buscaban a éste por los desvanes y las cuadras. No encontrándolo dentro de la posada, salieron a buscarlo y se hallaronde pronto en la plaza, frente a la Iglesia, entre casuchas de un solo piso, donde se veían soldados alemanes.

Uno pelaba papas; otro, muy barbudoy grandote, acariciaba a una criaturita de pecho que lloraba, y la mecía sobre sus rodillas para que se calmase o se durmiese, y las campesinas, cuyos maridos y cuyos hijos estaban “en las tropas de la guerra”, indicaban por signos a los vencedores, obedientes, los trabajos que debían hacer: cortar leña, encender lumbre, moler café. Uno lavaba la ropa de su patrona, pobre vieja impedida.

 

El conde, sorprendido, interrogó al sacristán, que salíadel presbiterio. El acartonado murciélago le respondió:

-¡Ah! Esos no son dañinos; creo que no son prusianos: vienende más lejos, ignoro de qué país; y todos han dejadoen su pueblo un hogar, una mujer, unos hijos; la guerra no los divierte. Juraría que también sus familias lloran mucho, que tambiénse perdieron sus cosechas por la falta de brazos; que allí como aquí, amenaza una espantosa miseria a los vencedores como a los vencidos. Después de todo, en este pueblo no podemos quejarnos, porque no maltratan a nadie y nos ayudan trabajando como si estuvieran en su casa. Ya ve usted, caballero: entre los pobres hay siempre caridad…Son los ricos los que hacen las guerras crueles.

 

Cornudet, indignado por la recíproca y cordial condescendencia establecida entre vencedores y vencidos, volvió a la posada, porque prefería encerrarse aislado en su habitación a ver tale soprobios. Loiseau tuvo, como siempre, una frase oportuna y graciosa; “Repueblan”; y el señor Carré-Lamadon pronunció una solemne frase ”Restituyen”.

Pero no encontraban al mayoral. Después de muchas indagaciones, lo descubrieron sentado tranquilamente, con el ordenanza del oficial prusiano, en una taberna.

El conde lo interrogó:

-¿No le habían mandado enganchar a las ocho?

-Sí; pero después me dieron otra orden.

-¿Cuál?

-No enganchar.

-¿Quién?

-El comandante prusiano.

-¿Por qué motivo?

-Lo ignoro. Pregúnteselo. Yo no soy curioso. Me prohíbenen ganchar y no engancho. Ni más ni menos.

-Pero ¿le ha dado esa orden el mismo comandante?

-No; el posadero, en su nombre.

-¿Cuándo?

-Anoche, al retirarme.

 

Los tres caballeros volvieron a la posada bastante intranquilos.

Preguntaron por Follenvie, y la criada les dijo que no se levantaba el señor hasta muy tarde, porque apenas lo dejaba dormir el asma; tenía terminantemente prohibido que lo llamasen antes de las diez, como no fuera en caso de incendio.

Quisieron ver al oficial, pero tampoco era posible, aun cuando se hospedaba en la casa, porque únicamente Follenvie podía tratar conél de sus asuntos civiles.

Mientras los maridos aguardaban en la cocina, las mujeres volvierona sus habitaciones para ocuparse de las minucias de su tocado.

 

Cornudet se instaló bajo la saliente campana del hogar, donde ardía un buen leño; mandó que le acercaran un veladorcitode hierro y que le sirvieran un jarro de cerveza; sacó la pipa, que gozaba entre los demócratas casi tanta consideración como el personaje que chupaba en ella – una pipa que parecía servira la patria tanto como Cornudent-, y se puso a fumar entre sorbo y sorbo, chupada tras chupada.

Era una hermosa pipa de espuma, primorosamente trabajada, tan negra como los dientes que la oprimían pero brillante, perfumada, conuna curvatura favorable a la mano, de una forma tan discreta, que parecía una facción más de su dueño.

Y Cornudet, inmóvil, tan pronto fijaba los ojos en las llamasdel hogar como en la espuma del jarro; después de cada sorbo acariciaba satisfecho con su mano flaca su cabellera sucia, cruzando vellones de humo blanco en las marañas de sus bigotes macilentos.

 

Loiseau, con el pretexto de salir a estirar las piernas, recorrió el pueblo para negociar sus vinos en todos los comercios. El conde y el industrial discurrían acerca de cuestiones políticas y profetizaba nel provenir de Francia. Según el uno, todo lo remediaría el advenimiento de los Orleáns; el otro solamente confiaba en un redentor ignorado, un héroe que apareciera cuando todo agonizase; un Duguesclin, una Juana de Arco y ¿por qué no un invencible Napoleón I? ¡Ah!  ¡Si el príncipe imperial no fuese demasiado joven! Oyéndolos, Cornudet sonreía como quienya conoce los misterios del futuro; y su pipa embalsamaba el ambiente.

A las 10 bajó Follenvie. Le hicieron varias preguntas apremiantes,pero él sólo pudo contestar:

-El comandante me dijo: “Señor Follenvie, no permita usted quemañana enganche la diligencia. Esos viajeros no saldrán deaquí hasta que yo lo disponga”.

 

Entonces resolvieron avistarse con el oficial prusiano. El conde lehizo pasar una tarjeta, en la cual escribió Carré-Lamdonsu nombre y sus títulos.

El prusiano les hizo decir que los recibiría cuando hubiera almorzado. Faltaba una hora.

Ellos y ellas comieron, a pesar de su inquietud. Bola de Sebo estaba febril y extraordinariamente desconcertada.

Acababan de tomar el café cuando les avisó el ordenanza.

Loiseau se agregó a la comisión; intentaron arrastrara Cornudet, pero éste dijo que no entraba en sus cálculospactar con los enemigos. Y volvió a instalarse cerca del fuego, ante otro jarro de cerveza.

 

Los tres caballeros entraron en la mejor habitación de la casa, donde los recibió el oficial, tendido en un sillón, con los pies encima de la chimenea, fumando en una larga pipa de loza y envueltoen una espléndida bata, recogida tal vez en la residencia campestre de algún ricacho de gustos chocarreros. No se levantó, ni saludó, ni los miró siquiera. ¡Magnífico ejemplarde la soberbia desfachatez acostumbrada entre los militares victoriosos!

Luego dijo:

-¿Qué desean ustedes?

El conde tomó la palabra:

-Deseamos proseguir nuestro viaje, caballero.

-No.

-Sería usted lo bastante bondadoso para comunicarnos la causa de tan imprevista detención?

-Mi voluntad.

-Me atrevo a recordarle, respetuosamente, que traemos un salvoconducto, firmado por el general en jefe, que nos permite llegar a Dieppe. Y supongoque nada justifica tales rigores.

-Nada más que mi voluntad. Pueden ustedes retirarse.

Hicieron una reverencia y se retiraron.

 

La tarde fue desastrosa: no sabían cómo explicar el capricho del prusiano y les preocupaban las ocurrencias más inverosímiles.Todos en la cocina se torturaban imaginando cuál pudiera ser elmotivo de su detención. ¿Los conservarían como rehenes? ¿Por qué? ¿Los llevarían prisioneros? ¿Pediríanpor su libertad un rescate de importancia? El pánico los enloqueció. Los más ricos se amilanaban con ese pensamiento: se creíanya obligados, para salvar la vida en aquel trance, a derramar tesoros entrela manos de un militar insolente.

Se derretían la sesera inventando embustes verosímiles, fingimientos engañosos que salvaran su dinero del peligro en que lo veían, haciéndolos aparecer como infelices arruinados. Loiseau, disimuladamente, guardó en elbolsillo la pesada cadena de oro de su reloj. Al oscurecer aumentaron sus aprensiones. Encendieron el quinqué, y, como aún faltabandos horas para la comida, resolvier on jugar a la treinta y una. Cornudet, hasta el propio Cornudet, apagó su pipa y, cortésmente, seacercó a la mesa.

 

El conde cogió los naipes, Bola de Sebo hizo treinta y una. Elinterés del juego ahuyentaba los temores.

Cornudet pudo advertir que la señora y el señor Loiseau, de común acuerdo, hacían trampas.

Cuando iban a servir la comida, Follenvie apareció y dijo:

-El oficial prusiano pregunta si la señora Isabel Rousset seha decidido ya.

 

Bola de Sebo, en pie, al principio descolorida, luego arrebatada, sintió un impulso de cólera tan grande, que de pronto no le fue posible hablar. Después dijo:

-Contéstele a ese canalla, sucio y repugnante, que nunca me decidiréa eso. ¡Nunca, nunca, nunca!

El posadero se retiró. Todos rodearon a Bola de Sebo, solicitada, interrogada por todos para revelar el misterio de aquel recado. Negose al principio, hasta que reventó exasperada:

-¿Qué quiere?… ¿Qué quiere?… ¿Quequiere?… ¡Nada! ¡Estar conmigo!

La indignación instantánea no tuvo límites. Sealzó un clamoreo de protesta contra semejante iniquidad. Cornudet rompió un vaso, al dejarlo, violentamente, sobre la mesa. Se emocionaban todos, como si a todos alcanzara el sacrificio exigido a la moza. El conde manifestó que los invasores inspiraban más repugnancia que terror, portándose como los antiguos bárbaros. Las mujeres prodigaban a Bola de Sebo una piedad noble y cariñosa.

 

Cuando le efervescencia hubo pasado, comieron. Se habló poco. Meditaban.

Se retiraron pronto las señoras, y los caballeros organizaron una partida de ecarté, invitando a Follenvie con el propósito de sondearle con habilidad en averiguación de los recursos más convenientes para vencer la obstinada insistencia del prusiano. Pero Follenvie sólo pensaba en sus cartas, ajeno a cuanto le decían y sin contestar a las preguntas, limitándose a repetir:

-Al juego, al juego, señores.

 

Fijaba tan profundamente su atención en los naipes, que hastase olvidaba de escupir y respiraba con estertor angustioso. Producían sus pulmones todos los registros del asma, desde los más gravesy profundos a los chillidos roncos y destemplados que lanzan los polluelos cuando aprenden a cacarear.

No quiso retirarse cuando su mujer, muerta de sueño, bajóen su busca, y la vieja se volvió sola porque tenía por costumbre levantarse con el sol, mientras su marido, de natural trasnochador, estaba siempre dispuesto a no acostarse hasta el alba.

Cuando se convencieron de que no eran posible arrancarle ni media palabra, lo dejaron para irse cada cual a su alcoba.

 

Tampoco fueron perezosos para levantarse al otro día, con la esperanza que les hizo concebir su deseo cada vez mayor de continuar libremente su viaje. Pero los caballos descansaban en los pesebres; el mayoral no comparecía. Entretuviéronse dando paseos en torno de la diligencia.

Desayunaron silenciosos, indiferentes ante Bola de Sebo. Las reflexiones de la noche habían modificado sus juicios; odiaban a la moza porno haberse decidido a buscar en secreto al prusiano, preparando un alegre despertar, una sorpresa muy agradable a sus compañeros. ¿Habíanada más justo? ¿Quién lo hubiera sabido? Pudo salvarlas apariencias, dando a entender al oficial prusiano que cedía para no perjudicar a tan ilustres personajes. ¿Qué importancia pudo tener su complacencia, para una moza como Bola de Sebo?

 

Reflexionaban así todos, pero ninguno declaraba su opinión.

Al mediodía, para distraerse del aburrimiento, propuso el condeque diesen un paseo por las afueras. Se abrigaron bien y salieron; sólo Cornudet prefirió quedarse junto a la lumbre, y las dos monjas pasabanlas horas en la iglesia o en casa del párroco.

 

El frío, cada vez más intenso, les pelliz caba las orejasy las narices; los pies les dolían al andar; cada paso era un martirio.Y al descubrir la campiña les pareció tan horrorosamente lúgubre su extensa blancura, que todos a la vez retrocedieron con el corazón oprimido y el alma helada.

Las cuatro señoras iban y las seguían a corta distancia los tres caballeros.

Loiseau, muy seguro de que los otros pensaban como él, preguntó si aquella mala pécora no daba señales de acceder, para evitarles que se prolongara indefinidamente su detención. El conde, siempre cortés, dijo que no podía exigírsele a una mujer sacrificio tan humillante cuando ella no se lanzaba por impulso propio.

 

El señor Carré-Lamdon hizo notar que si los franceses, como estaba proyectado, tomaran de nuevo la ofensiva por Dieppe, la batalla probablemente se desarrollaría en Totes. Puso a los otrosdos en cuidado semejante ocurrencia.

-¿Y si huyéramos a pie? – dijo Loiseau.

-¿Cómo es posible, pisando nieve y con las señoras? -exclamó el conde-. Además, nos perseguirían y luegonos juzgarían como prisioneros de guerra.

-Es cierto, no hay escape.

Y callaron.

Las señoras hablaban de vestidos; pero por su ligera conversación flotaba una inquietud que les hacía opinar de opuesto modo.

 

Cuando apenas lo recordaban, apareció el oficial prusiano en el extremo de la calle. Sobre la nieve que cerraba el horizonte perfilaba su talle oprimido y separaba las rodillas al andar, con ese movimiento propio de los militares que procuran salvar del barro las botas primorosamente charoladas.

Inclinose al pasar junto a las damas y miró despreciativo a los caballeros, los cuales tuvieron suficiente coraje para no descubrirse, aun cuando Loiseau echase mano al sombrero.

La moza se ruborizó hasta las orejas y las tres señoras casadas padecieron la humillación de que las viera el prusiano en la calle con la mujer a la cual trataba él tan groseramente.

Y hablaron de su empaque, de su rostro. La señora Carré-Lamdon, que por haber sido amiga de muchos oficiales podía opinar con fundamento, juzgó al prusiano aceptable, y hasta se dolió de que no fuera francés, muy segura de que seduciría con el uniforme de húsara muchas mujeres.

Ya en casa, no se habló más del asunto. Se intercambiaron algunas actitudes con motivos insignificantes. La cena, silenciosa, terminó pronto, y cada uno fue a su alcoba con ánimo de buscar en el sueño un recurso contra el hastío.

Bajaron por la mañana con los rostros fatigados; se mostraron irascibles; y las damas apenas dirigieron la palabra a Bola de Sebo.

 

La campana de la iglesia tocó a gloria. La muchacha recordó al pronto su casi olvidada maternidad (pues tenía una criatura en casa de unos labradores de Yvetot). El anunciado bautizo la enterneció y quiso asistir a la ceremonia.

Ya libres de su presencia, y reunidos los demás, se agruparon, comprendiendo que tenían algo que decirse, algo que acordar. Sele ocurrió a Loiseau proponer al comandante que se quedara con lamoza y dejase a los otros proseguir tranquilamente su viaje.

Follenvie fue con la embajada y volvió al punto, porque, sinoírle siquiera, el oficial repitió que ninguno se iría mientras él no quedara complacido.

 

Entonces, el carácter populachero de la señora Loiseaula hizo estallar:

-No podemos envejecer aquí. ¿No es el oficio de la moza complacer a todos los hombres? ¿Cómo se permite rechazara uno? ¡Si la conoceremos! En Rúan lo arrebaña todo; hasta los cocheros tienen que ver con ella. Sí, señora; el cochero de la Prefectura. Lo sé de buena tinta; como que toman vino de casa. Y hoy que podría sacarnos de un apuro sin la menor violencia ¡hoy hace dengues, la muy zorra! En mi opinión, ese prusiano es un hombre muy correcto. Ha vivido sin trato de mujeres muchos días; hubiera preferido, seguramente, a cualquiera de nosotras; pero se contenta, para no abusar de nadie, con la que pertenece a todo el mundo. Respeta el matrimonio y la virtud ¡cuando es el amo, el señor! Le bastaría decir: “Ésta quiero” y obligar a viva fuerza, entre soldados, a la elegida.

Estreme ciéron se las damas. Los ojos de la señora Carré-Lamadon brillaron; sus mejillas palide cieron, como si ya se viese violada por el prusiano.

 

Los hombres discutían aparte y llegaron a un acuerdo.

Al principio, Loiseau, furibundo, quería entregar a la miserable atada de pies y manos. Pero el conde, fruto de tres abuelos diplomáticos, prefería tratar el asunto hábilmente, y propuso:

-Tratemos de convencerla.

Se unieron a las damas. La discusión se generalizó. Todo sopinaban en voz baja, con mesura. Principalmente las señoras proponían el asunto con rebuscamiento de frases ocultas y rodeos encantadores, parano proferir palabras vulgares.

 

Alguien que de pronto las hubiera oído, sin duda no sospechara el argumento de la conversación; de tal modo se cubrían conflores las torpezas audaces. Pero como el baño de pudor que defiendea las damas distinguidas en sociedad es muy tenue, a quella brutal aventuralas divertía, sintiéndose a gusto, en su elemento, interviniendo en un lance de amor, con la sensualidad propia de un cocinero goloso que prepara una cena exquisita sin poder probarla siquiera.

Se alegraron, porque la historia les hacía mucha gracia. El condese permitió alusiones bastantes atrevidas -pero decorosamente apuntadas – que hicieron sonreír. Loiseau estuvo menos correcto, y sus audaciasno la stimaron los oídos pulcros de sus oyentes. La idea, expresada brutalmente por su mujer, persistía en los razonamientos de todos:” ¿No es el oficio de la moza complacer a los hombres? ¿Cómose permite rechazar a uno?” La delicada señora Carré-Lamadon imaginaba tal vez que, puesta en tan duro trance, rechazaría menosal prusiano que a otro cual quiera.

 

Prepararon el bloqueo, lo que tenía que decir cada uno y las maniobras correspondientes; que dó en regla el plan de ataque, los amaños y astucias que deberían abrir al enemigo la ciuda de la viviente.

Cornudet no entraba en la discusión, completamente ajeno al asunto.

Estaban todos tan preocupados, que no sintieron llegar a Bola de Sebo; pero el conde, advertido al punto, hizo una señal que los demás comprendieron.

 

Callaron, y la sorpresa prolongó a quel silencio, no permitiéndoles de pronto hablar. La condesa, más versada en disimulos y tretasde salón, dirigió a la moza esta pregunta:

-¿Estuvo muy bien el bautizo?

Bola de Sebo, emocionada, les dio cuenta de todo, y acabó conesta frase:

-Algunas veces consuela mucho rezar.

Hasta la hora del al muerzo se limitaron a mostrarse amables con ella, para inspirarle confianza y docilidad a sus consejos.

 

Ya en la mesa, emprendieron la conquista. Primero, una conversación superficial acerca del sacrificio. Se citaron ejemplos: Judit y Holofernes; y, sin venir al caso, Lucrecia y Sextus. Cleopatra, esclavizando con los placeres de su lecho a todos los generales enemigos. Y apareció una historia fantaseada por aquellos millonarios ignorantes, conforme ala cual iban a Capua las matronas romanas para adormecer entre sus brazos amorosos al fiero Aníbal, a sus lugarte nientes y a sus falangesde mercenarios.

Citaron a todas las mujeres que han detenido a los conquistadores ofreciendo sus encantos para dominarlos con un arma poderosa e irresistible; que vencieron con sus caricias heroicas a monstruos repulsivos y odiados; que sacrificaron su castidad a la venganza o a la sublime abnegación.

Discretamente, fue mencionada la inglesa linajuda que se mandó inocular una horrible y contagiosa podredumbre para transmitírsela con fingido amor a Bonaparte, quien se libró milagrosamente graciasa una flojera repentina en la cita fatal.

Y todo se decía con delicadeza y moderación, ofreciéndose de cuando en cuando el entusiástico elogio que provocase la curiosidad heroica.

 

De todos a quellos rasgos ejemplares pudiera deducirse que la misión de la mujer en la tierra se reducía solamente a sacrificar su cuerpo, abandonándolo de continuo entre la soldadesca lujuriosa.

Las dos monjitas no atendieron, y es posible que ni se dieran cuenta de lo que decían los otros, en simismadas en más íntimas reflexiones.

Bola de Sebo no despegaba los labios. Dejáron la reflexionar toda la tarde.

 

Cuando iban a sentarse a la mesa para comer apareció Follenvie para repetir la frase de la víspera.

Bola de Sebo respondió ásperamente.

-Nunca me decidiré a eso.¡Nunca, nunca!

Durante la comida, los aliados tuvieron poca suerte. Loiseau dijo tres impertinencias. Se devanaban los sesos para descubrir nuevas heroicidades – y sin que saltase al paso ninguna -, cuando la condesa, tal vez sin premeditarlo, sintiendo una irresistible comezón de rendir a la Iglesia un homenaje, se dirigió a una de las monjas – la más respetable por suedad – y le rogó que refiriese algunos actos heroicos de la historiade los santos que habían cometido excesos criminales para humano sojos y apetecidos por la Divina Piedad, que los juzgaba conforme a la intención, sabedora de que se ofrecían a la gloria de Dios o a la salud y provecho del prójimo. Era un argumento contundente.

La condesa lo comprendió, y fuese por una tácita condescendencia natural en todos los quevisten hábitos religiosos, o sencillamente por una casualidad afortunada, lo cierto es que la monja contribuyó al triunfo de los aliados con un formidable refuerzo. La habían juzgado tímida, y se mostró arrogante, violenta, elocuente. No tropezaba en incerti dumbres causísticas, era su doctrina como una barra de acero; su fe no vacilaba jamás, y no enturbiaba su conciencia ningún escrúpulo.

 

Le parecía sencillo el sacrificio de Abrahán; también ella hubiese matadoa su padre y a su madre por obedecer un mandato divino; y, en su concepto, nada podía desagradar al Señor cuando las intenciones eran laudables. Aprovechando la condesa tan favorable argumentación desu improvisada cómplice, la condujo a parafrasear un edificante axioma, “el fin justifica los medios”, con esta pregunta:

-¿Supone usted, hermana, que Dios acepta cualquier camino y perdona siempre, cuando la intención es honrada?

-¿Quién lo duda, señora? Un acto punible puede, con frecuencia, ser meritorio por la intención que lo inspire.

Y continuaron así discurriendo acerca de las decisiones recónditas que atribuían a Dios, porque lo suponían interesado en sucesos que, a la verdad, no deben importarle mucho.

 

La conversación, así encarrilada por la condesa, tomó un giro hábil y discreto. Cada frase de la monja contribuía poderosamente a vencer la resistencia de la cortesana. Luego, apartándose del asunto ya de sobra repetido, la monja hizo mención de varias fundaciones de su Orden; habló de la superiora, de sí misma, de la hermana San Sulpicio, su acompañante. Iban llamadas a El Havrepara asistir a cientos de soldados con viruela.

Detalló las miseriasde tan cruel enfermedad, lamentándose de que, mientras inútilmentelas retenía el capricho de un oficial prusiano, algunos franceses podían morir en el hospital, faltos de auxilio. Su especialidad fue siempre asistir al soldado; estuvo en Crimea, en Italia, en Austria,y al referir azares de la guerra, se mostraba de pronto como una hermana de la Caridad belicosa y entusiasta, sólo nacida para recoger herido sen lo más recio del combate; una especie de sor María Rataplán, cuyo rostro descarnado y descolorido era la imagen de las devastaciones de la guerra.

Cuando hubo terminado, el silencio de todos afirmó la oportunidad de sus palabras.

 

Después de cenar se fue cada cual a su alcoba, y al díasiguiente no se reunieron hasta la hora del al muerzo.

La condesa propuso, mientras almorzaban, que debieran ir de paseo porla tarde. Y el conde, que llevaba del brazo a la moza en aquella excursión, se quedó rezagado.

Todo estaba convenido.

En tono paternal, franco y un poquito displicente, propio de un ” hombre serio” que se dirige a un pobre ser, la llamó niña, con dulzura, desde su elevada posición social y su honradez indiscutible, y sinpre ámbulos se metió de lleno en el asunto.

-¿Prefiere vernos aquí víctimas del enemigo y expuestosa sus violencias, a las represalias que seguirían indudablemente a una derrota? ¿Lo prefiere usted a doblegarse a una… liberalidad muchas veces por usted consentida?

La moza callaba.

El conde insistía, razonable y atento, sin dejar de ser “el señor conde”, muy galante con afabilidad, hasta con ternura si la frase lo exigía. Exaltó la importancia del servicio y el “imborrable agradecimiento”. Después comenzó a tutearla de pronto, alegremente:

-No seas tirana, permite al infeliz que se vanaglorie de haber gozado a una criatura como no debe haberla en su país.

La moza, sin despegar los labios, fue a reunirse con el grupo de señoras.

 

Ya en casa se retiró a su cuarto, sin comparecer ni a la horade la comida. La esperaban con inquietud. ¿Qué decidiría?

Al presentarse Follenvie, dijo que la señorita Isabel se hallaba indispuesta, que no la esperasen. Todos aguzaron el oído. El condese acercó al posadero y le preguntó en voz baja:

-¿Ya está?

-Sí.

Por decoro no preguntó más; hizo una mueca de satisfacción dedicada a sus acompañantes, que respiraron satisfechos, y se reflejóuna retozona sonrisa en los rostros.

Loiseau no pudo contenerse:

-¡Caramba! Convido champaña para celebrarlo.

Y se le amargaron a la señora Loiseau a quellas alegrías cuando apareció Follenvie con cuatro botellas.

Mostrándose a cual más comunicativo y bullicioso, rebosaba en sus almas un goce fecundo. El conde advirtió que la señora Carré-Lamadon era muy apetecible, y el industrial tuvo frases insinuantes para la condesa. La conversación chisporroteaba, graciosa, vivaracha, jovial.

 

De pronto, Loiseau, con los ojos muy abiertos y los brazos en alto,aulló:

-¡Silencio!

Todos callaron estremecidos.

-¡Chist! -y arqueaba mucho las cejas para imponer atención.

Al poco rato dijo con suma naturalidad.

-Tranquilícense. Todo va como una seda.

Pasado el susto, le rieron la gracia.

Luego repitió la broma:

-¡Chist!…

Y cada 15 minutos insistía. Como si hablara con alguien del pisoalto, daba consejos de doble sentido, producto de su ingenio de comisionista. Ponía de pronto la cara larga, y suspiraba al decir:

-¡Pobrecita!

O mascullaba una frase rabiosa:

-¡Prusiano asqueroso!

Cuando estaban distraídos, gritaban:

-¡No más! ¡No más!

Y como si reflexionase, añadía entre dientes:

-¡Con tal que volvamos a verla y no la haga morir, el miserable!

 

A pesar de ser aquellas bromas de gusto deplorable, divertíana los que las toleraban y a nadie indignaron, porque la indignación, como todo, es relativa y conforme al medio en que se produce. Y allí respiraban un aire infestado por todo género de malicias impúdicas.

Al fin, hasta las damas hacían alusiones ingeniosas y discretas. Se había bebido mucho, y los ojos encandilados chisporroteaban. El conde, que hasta en sus abandonos conservaba su respetable apariencia, tuvo una graciosa oportunidad, comparando su goce al que pueden sentirlos exploradores polares, bloqueados por el hielo, cuando ven abrirse uncamino hacia el Sur.

 

Loiseau, alborotado, levantose a brindar.

-¡Por nuestro rescate!

En pie, aclamaban todos, y hasta las monjitas, cediendo a la general alegría, humedecían sus labios en a quel vino espumoso queno habían probado jamás. Les pareció algo así como limonada gaseosa, pero más fino.

Loiseau advertía:

-¡Qué lastima! Si hubiera un piano podríamos bailar un rigodón.

 

Cornudet, que no había dicho ni media palabra, hizo un gesto desapacible. Parecía sumergido en pensamientos graves, y de cuando en cuando estirábase las barbas con violencia, como si quisiera alargarlas más aún.

Hacia media noche, al despedirse, Loiseau, que se tambaleaba, le dio un manotazo en la barriga, tartamudeando:

-¿No está usted satisfecho? ¿No se le ocurre decirnada?

Cornudet, erguido el rostro y encarado con todos, como si quisiera retratar los con una mirada terrible, respondió:

-Sí, por cierto. Se me ocurre decir a ustedes que han fraguado una canallada.

Se levantó y se fue repitiendo:

-¡Una canallada!

Era como un jarro de agua. Loiseau que dose confundido; pero serepuso con rapidez, soltó la carcajada y exclamó:

-Están verdes, para usted… están verdes.

 

Como no le comprendían, explicó los “misterios del pasillo”. Entonces rieron desaforadamente; parecían locos de júbilo. El conde y el señor Carré-Lamadon lloraban de tanto reír. ¡Qué historia! ¡Era increíble!

-Pero ¿está usted seguro?

-¡Tan seguro! Como que lo vi.

-¿Y ella se negaba…?

-Por la proximidad… vergonzosa del prusiano.

-¿Es cierto?

-¡Ciertísimo! Pudiera jurarlo.

El conde se ahogaba de risa; el industrial tuvo que sujetarse con las manos el vientre, para no estallar.

Loiseau insistía:

-Y ahora comprenderán ustedes que no le divierta lo que pasa esta noche.

Reían sin fuerzas ya, fatigados, aturdidos.

Acabó la tertulia. “Felices noches.”

 

La señora Loiseau, que tenía el carácter como una ortiga, hizo notar a su marido, cuando se acostaban, que la señora Carré-Lamadon, “la muy fantasmona”, rió de mala gana, porqu epensando en lo de arriba se le pusieron los dientes largos.

-El uniforme las vuelve locas. Francés o prusiano, ¿quémás da? ¡Mientras haya galones! ¡Dios mío! ¡Esuna vergüenza como está el mundo!

Y durante la noche resonaron continuamente, a lo largo del oscuro pasillo, estremecimientos, rumores tenues apenas perceptibles, roces de pies desnudos,alientos entrecortados y crujir de faldas. Ninguno durmió, y pordebajo de todas las puertas asomaron, casi hasta el amanecer, pálidos reflejos de las bujías.

El champaña suele producir tales consecuencias, y, segúndicen, da un sueño intranquilo.

 

Por la mañana, un claro sol de invierno hacía brillarla nieve des lumbradora.

La diligencia, ya enganchada, revivía para proseguir el viaje, mientras las palomas de blanco plumaje y ojos rosados, con las pupilas muy negras, picoteaban el estiércol, erguidas y oscilantes entrelas patas de los caballos.

El mayoral, con su chamarra de piel, subido en el pescante, llenaba su pipa; los viajeros, ufanos, veían cómo les empa que tabanlas provisiones para el resto del viaje.

Sólo faltaba Bola de Sebo, y al fin compareció.

 

Se presentó algo inquieta y avergonzada; cuando se detuvo para saludar a sus compañeros, hubiérase dicho que ninguno laveía, que ninguno reparaba en ella. El conde ofreció el brazo a su mujer para alejarla de un contacto impuro.

La moza quedó aturdida; pero sacando fuerzas de flaqueza, dirigió a la esposa del industrial un saludo humildemente pronunciado. La otrase limitó a una leve inclinación de cabeza, imperceptible ca si, a la que siguió una mirada muy altiva, como de virtud quese rebela para rechazar una humillación que no perdona. Todos parecían violentados y despreciativos a la vez, como si la moza llevara una infección purulenta que pudiera comunicárseles.

 

Fueron acomodándose ya en la diligencia, y la moza entró después de todos para ocupar su asiento.

Como si no la conocieran. Pero la señora Loiseau la miraba dereojo, sobre saltada, y dijo a su marido:

-Menos mal que no estoy a su lado.

El coche arrancó. Proseguían el viaje.

Al principio nadie hablaba. Bola de Sebo no se atrevió a levantar los ojos. Sentíase a la vez indignada contra sus compañeros,arrepentida por haber cedido a sus peticiones y manchada por las caricias del prusiano, a cuyos brazos la empujaron todos hipócritamente.

Pronto la condesa, dirigiéndose a la señora Carré-Lamdon, puso fin al silencio angustioso:

-¿Conoce usted a la señora de Etrelles?

-¡Vaya! Es amiga mía.

-¡Qué mujer tan agradable!

-Sí; es encantadora, excepcional. Todo lo hace bien: toca el piano, canta, dibuja, pinta… Una maravilla.

El industrial hablaba con el conde, y confundidas con el estrepitoso crujir de cristales, hierros y maderas, oíanse algunas de sus palabras:”…Cupón… Vencimiento… Prima… Plazo…”

 

Loiseau, que había escamoteado los naipes de la posada, engrasados por tres años de servicio sobre mesas nada limpias, comenzó a jugar al bésique con su mujer.

Las monjitas, agarradas al grueso rosario pendiente de su cintura, hicieron la señal de la cruz, y de pronto sus labios, cada vez más presurosos, en un suave murmullo, parecían haberse lanzado a una carrera de oremus; de cuando en cuando besaban una medallita, se persignaban de nuevo y proseguían su especie de gruñir continuo y rápido.

Cornudet, inmóvil, reflexionaba.

 

Después de tres horas de camino, Loiseau, recogiendo las cartas,dijo:

-Hace hambre.

Y su mujer alcanzó un paquete atado con un bramante, del cual sacó un trozo de carne asada. Lo partió en rebanadas finas, con pulso firme, y ella y su marido comenzaron a comer tranquilamente.

-Un ejemplo digno de ser imitado – advirtió la condesa.

Y comenzó a desenvolver las provisiones preparadas para los dos matrimonios. Venían metidas en un cacharro de los que tienen para pomo en la tapadera una cabeza de liebre, indicando su contenido: un suculento pastelón de liebre, cuya carne sabrosa, hecha picadillo, estaba cruzada por collares de fina manteca y otras agradables añadiduras. Un buen pedazo de queso, liado en un papel de periódico, lucíala palabra “Sucesos” en una de sus caras.

 

Las monjitas comieron una longaniza que olía mucho a especiasy Cornudet, sumergiendo ambas manos en los bolsillos de su gabán,sacó de uno de ellos cuatro huevos duros y del otro un panecillo. Mondó uno de los huevos, dejando caer en el suelo el cascaróny partículas de yema sobre sus barbas.

Bola de Sebo, en la turbación de su triste despertar, no había dispuesto ni pedido merienda, y exasperada, iracunda, veía cómo sus compañeros mascaban plácidamente. Al principio la crispó un arranque tumultuoso de cólera, y estuvo a punto de arrojar sobre a quellas gentes un chorro de injurias que le venían a los labios; pero tanto era su desconsuelo, que su congoja no le permitió hablar.

 

Ninguno la miró ni se preocupó de su presencia; sentíasela infeliz sumergida en el desprecio de la turba honrada que la obligóa sacrificarse, y después la rechazó, como un objeto inservibley asqueroso. No pudo menos de recordar su hermosa cesta de provisiones devoradas por aquellas gentes; los dos pollos bañados en su propia gelatina, los pasteles y la fruta, y las cuatro botellas de burdeos. Pero sus furores cedieron de pronto, como una cuerda tirante que se rompe, y sintió pujos de llanto.

Hizo esfuerzos terribles para vencerse; irguióse, tragó sus lágrimas como los niños, pero asomaron al fin a sus ojos y rodaron por sus mejillas. Una tras otra, cayeron lentamente, como las gotas de agua que se filtran a travésde una piedra; y rebotaban en la curva oscilante de su pecho. Mirando a todos resuelta y valiente, pálido y rígido el rostro, semantuvo erguida, con la esperanza de que no la vieran llorar.

Pero advertida la condesa, hizo al conde una señal. Se encogió de hombros el caballero, como si quisiera decir: “No es mía la culpa”.

 

La señora Loiseau, con una sonrisita maliciosa y triunfante,susurró:

-Se avergüenza y llora.

Las monjitas reanudaron su rezo después de envolver en papelel sobrante de longaniza.

Y entonces Cornudet – que digería los cuatro huevos duros – estirósus largas piernas bajo el asiento delantero, reclinose, cruzólos brazos, y sonriente, como un hombre que acierta con una broma pesada, comenzó a canturrear La Marsellesa.

En todos los rostros pudo advertirse que no era el himno revolucionario del gusto de los viajeros. Nerviosos, desconcertados, intranquilos, removíanse, manoteaban; ya solamente les faltó aullar como los perros al oírun organillo.

Y el demócrata, en vez de callarse, amenizó el bromazo añadiendo a la música su letra:

 

Patrio amor que a los hombres encanta,
conduce nuestros brazos vengadores;
libertada, libertad sacrosanta,
combate por tus fieles defensores.

 

Avanzaba mucho la diligencia sobre la nieve ya endurecida, y hasta Dieppe, durante las eternas horas de aquel viaje, sobre los baches del camino, bajo el cielo pálido y triste del anochecer, en la oscuridad lóbrega del coche, proseguía con una obstinación rabiosa el canturreo vengativo y monótono, obligando a sus irascibles oyentes a rimarsus crispaciones con la medida y los compases del odioso cántico.

 

Y la moza lloraba sin cesar; a veces un sollozo, que no podía contener, se mezclaba con las notas del himno entre las tinieblas de la noche.

Fin.

 

Vaya al principio de la primera parte > aquí

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Guy de Maupassant – Bola de Sebo

en francés: Boule de suif (1880)

cuento – Historia francesa

Texto traducido al español

Literatura francesa

 

Guy de Maupassant Boule de suif Texto original en francés. > aqui

 

Guy de Maupassant Bola de Sebo Texto traducido en inglés > aquí

 

 

Guy de Maupassant Todos los cuentos > aqui

 

 

Todas las Historias y poemas de guerra > aquí

 

 

Guy de Maupassant

Guy de Maupassant (Tourville, 5 de agosto de 1850 – París, 6 de julio de 1893) fue escritor, dramaturgo, periodista de viajes, ensayista y poeta francés. Guy de Maupassant es uno de los padres del cuento moderno y marcó la literatura francesa con sus seis novelas, incluyendo Une vie – (Una vida) (1883), Bel Ami (1885), Mont-Oriol (1887), Pierre et Jean – (Pedro y Juan) (1888), pero también es, sobre todo, conocido y apreciado como autor de cuentos realistas. Guy de Maupassant fue alumno de Gustave Flaubert y Emile Zola.

Los escritos de Guy de Maupassant tienen una gran fuerza realista y dominio estilístico, a menudo traspasando lo fantástico y el pesimismo. Guy de Maupassant fue un escritor conocido por consumir alucinógenos y podría haber aprovechado la experiencia con estas sustancias para escribir sus historias. La carrera literaria de Guy de Maupassant se limita a una sola década, de 1880 a 1890, antes de hundirse en la locura y la muerte, justo antes de cumplir 43 años.

 

 

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