ANTÓN CHÉJOV Cuento LA NOCHE DE PASCUA relato TEXTO Español

 

Antón Chéjov
La Noche de pascua

(1886)

 

historia rusa

Literatura rusa – escritores rusos

Texto traducido al español

 

” La Noche de pascua “ (Easter Night) es un cuento de Antón Chéjov , publicado en 1886.

Resumen de la historia ” La Noche de pascua ” de Antón Chéjov

El narrador espera el ferry hacia la ciudad al otro lado del río. Es una noche hermosa. Con él está un campesino que está allí sin razón, las estrellas, luego un disparo de cañón: es la señal. Los fuegos se encienden en la llanura. Llega el ferry. La travesía es lenta. El barquero es el hermano Ieronim. Los dos hombres observan las estrellas y los fuegos artificiales.

El Padre Ieronim cuenta la muerte ese día, en su monasterio, del Diácono Nikolai. Era el mejor de todo el monasterio, el más compasivo. Sobresalía en la creación de himnos de Akathist. Siendo de naturaleza sensible, no era apreciado por todos en el monasterio.

La ciudad se acerca lentamente con sus luces y sonidos. El hombre desembarca, se mezcla con la multitud de creyentes que han venido por la bendición. Entra en la iglesia abarrotada. Luego es amanecer.

Descubrimos lo que la noche y el viaje de regreso en el ferry ocultaban. El hermano Ieronim todavía está allí. Nadie ha venido a buscarlo.

 

A continuación se muestra el texto completo del cuento de Antón Chéjov: ” La Noche de pascua ” traducido al español.

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Buena lectura

 

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Antón Chéjov

La Noche de pascua

 

          Me encontraba en la ribera del Goltva y esperaba la llegada del transbordador. Por lo común el Goltva es un rió sin pretensiones, silencioso y soñador, que brilla timorato entre espesos juncos, pero en ese momento sus dimensiones alcanzaban las de un lago.

Las aguas primaverales se habían desbordado, superando ambas orillas, inundando una buena extensión de las tierras ribereñas y anegando huertos, prados y marismas, de modo que en medio de la corriente despuntaban algunos álamos y arbustos solitarios, semejantes en las tinieblas a austeros peñascos.

 

El tiempo me parecía espléndido. Reinaba la oscuridad, pero de todos modos podían discernirse los árboles, el agua, las personas… El mundo estaba iluminado por las estrellas, que abarrotaban el cielo. Literalmente no había lugar donde poner el dedo.

Las había gruesas como huevos de ganso y minúsculas como granos de cáñamo… Para esa parada festiva habían salido al cielo todas a una, desde las más pequeñas a las más grandes, limpias, renovadas, risueñas, todas titilando en silencio con sus rayos.

El cielo se reflejaba en las aguas, las estrellas se bañaban en las profundidades oscuras y temblaban al compás del menudo oleaje. El aire era tibio, sereno… A lo lejos, en la otra orilla, algunos fuegos diseminaban al azar, en medio de la tiniebla impenetrable, sus llamas de un rojo vivo…

 

A dos pasos de mí se recortaba la oscura silueta de un campesino tocado con un alto sombrero y provisto de un nudoso y grueso bastón.

—¡Cuánto tarda el transbordador! —comenté yo.
—Ya tendría que haber llegado —me respondió el campesino.
—¿Tú también estás aguardándolo?
—No, estoy esperando las iluminaciones… —dijo el campesino en medio de un bostezo—. Pasaría con gusto, pero le confieso que no tengo los cinco kopeks que cuesta el viaje.
—Yo te los daré.
—No, muchas gracias… Prefiero quedarme aquí y que con ese dinero encienda una vela por mí en el monasterio… ¡Pero el transbordador sigue sin venir! ¡Parece como si se lo hubiera tragado la tierra! —el campesino se acercó al borde mismo del agua, cogió el cable con la mano y gritó—: ¡Ieronim! ¡Ieronim!

 

Como en respuesta a su llamada, desde la otra orilla se oyó el prolongado tañido de una gran campana. El sonido era denso, grave, semejante al de la cuerda más gruesa de un contrabajo; parecía la ronca voz de las mismas tinieblas.

A continuación se oyó un cañonazo. Rodó por la oscuridad y se apagó en algún lugar lejano, detrás de mí. El campesino se quitó el sombrero y se santiguó.

—¡Cristo ha resucitado! —dijo.
Las ondas de ese primer tañido no habían tenido tiempo de aquietarse en el aire cuando se oyó otro, después un tercero, y las tinieblas se llenaron de un rumor vibrante y continuo. Junto a las rojas hogueras se encendieron numerosos fuegos, que juntos empezaron a moverse, despidiendo inquietos resplandores.

—¡Ieronim! —gritó una voz cansina y sorda.
—Están llamando desde la otra orilla —dijo el campesino— Eso significa que el trasbordador tampoco está allí. Nuestro Ieronim se ha quedado dormido.

 

Los fuegos y el tintineo aterciopelado de las campanas nos atraían… Ya empezaba a perder la paciencia y a ponerme nervioso cuando por fin columbré en la oscura lejanía una silueta muy semejante a una horca. Era el tan esperado transbordador. Se desplazaba con tal lentitud que, de no haber sido por la delineación gradual de sus contornos, habría podido pensarse que no se movía de su sitio o que se dirigía a la otra orilla.

—¡Deprisa! ¡Ieronim! —gritó el campesino—. ¡Un señor está esperando!
El transbordador se deslizó hasta la orilla, osciló y se detuvo con un chirrido. A bordo, aferrándose al cable, había un hombre alto, vestido con un hábito de monje y un gorro cónico.

—¿Por qué has tardado tanto? —le pregunté, saltando al interior del transbordador.

—Perdóneme, por el amor de Dios —respondió en voz queda Ieronim—. ¿No hay nadie más?

—No…

 

Ieronim agarró el cable con ambas manos, se dobló hasta el punto de parecer un signo de interrogación y jadeó. El transbordador chirrió y osciló. La silueta del campesino del sombrero alto poco a poco empezó a alejarse, señal de que la embarcación se movía. Pronto Ieronim se enderezó y empezó a maniobrar con una sola mano. Guardábamos silencio y contemplábamos la orilla hacia la que nos dirigíamos.

Allí ya habían empezado las “iluminaciones” esperadas por el campesino. Junto al borde mismo del agua numerosos toneles de resina ardían en enormes hogueras. Sus reflejos, purpúreos como la ascendente luna, se deslizaban a nuestro encuentro en forma de largas y anchas bandas.

Los llameantes toneles iluminaban su propio humo y las largas sombras humanas, que destacaban un instante junto a ellos; pero más lejos, a los lados y detrás, en el lugar de donde partía el tintineo aterciopelado, todo estaba envuelto en la misma bruma profunda y negra.

De pronto, una cinta de oro hendió las tinieblas y un cohete se elevó hasta el cielo; describió un arco y se esparció en chispas crepitantes, como si hubiera chocado con la bóveda celeste.

 

En la orilla se oyó un rumor semejante a un lejano “hurra”.

—¡Qué hermoso! —exclamé yo.

—¡Tanto que se queda uno sin habla! —suspiró Ieronim—. ¡Vaya noche, señor! Antaño no se prestaba atención a los cohetes, pero hoy día cualquier menudencia nos regocija. ¿De dónde viene usted?

Se lo dije.

—Ya… hoy es un día de alborozo… —continuó Ieronim con vocecilla de tenor, débil y suspirante como la de un convaleciente—. El cielo, la tierra y el infierno se congratulan. Toda la creación está de fiesta. Pero, dígame, buen señor, ¿por qué el hombre no puede olvidar sus penas ni siquiera en medio de las mayores alegrías?

 

Me pareció que esa pregunta inesperada me invitaba a una de esas conversaciones interminables y edificantes de la que tanto gustan los monjes ociosos y aburridos. No tenía muchas ganas de hablar, de modo que me limité a responder:

—¿Qué penas le afligen a usted, padre?

—Por lo común, las mismas que a todo el mundo, distinguido y amable señor, pero hoy ha acaecido una desgracia particular en el monasterio: durante la misa, en el momento de la paremia, murió el diácono Nikolái…

—¡Qué le vamos a hacer, es la voluntad de Dios! —dije, adoptando un tono monástico—. Todos tenemos que morir. En mi opinión, debería usted alegrarse… Se dice que quien muere la víspera o el día de Pascua gana sin falta el reino de los Cielos.

—Es verdad.

 

Callamos. La silueta del campesino del sombrero alto se confundió con los contornos de la orilla. Las llamas de los toneles de resina no paraban de crecer.

—Y tanto las Escrituras como la meditación demuestran con creces la vanidad del dolor —dijo Ieronim, rompiendo el silencio—, pero ¿por qué el alma se lamenta y no quiere escuchar a la razón? ¿Por qué se sienten ganas de llorar amargamente? —

 

Ieronim se encogió de hombros, se volvió hacia mí y dijo con premura—: Que muera yo o algún otro no tiene la menor importancia, ¡pero es Nikolái quien nos ha dejado! ¡Nada menos que Nikolái! ¡Hasta cuesta creer que ya no se cuente entre los vivos! Estoy aquí, en este transbordador, y tengo la impresión de que voy a oír su voz llamándome desde la orilla.

Para que no tuviera miedo al atravesar el río, siempre se acercaba a la ribera y me daba una voz.

Se levantaba expresamente para eso en medio de la noche. ¡Qué alma tan bondadosa! ¡Dios mío, qué hombre más bueno y compasivo! ¡Tenía más atenciones conmigo que una madre!

 

¡Que Dios se apiade de su alma! —Ieronim agarró el cable, pero al poco rato se volvió de nuevo hacia mí—. ¡Y qué espíritu tan luminoso tenía, excelencia! —continuó con voz cantarína—. ¡Qué lengua tan dulce y melodiosa! Precisamente ahora van a cantar en los maitines: “¡Oh, voz armoniosa y tierna!”. Además de todas las cualidades humanas, poseía un don extraordinario.

—¿Qué don? —pregunté yo.

El monje me examinó de pies a cabeza; luego, como si se hubiera convencido de que podía confiarme un secreto, estalló en una alegre risa.

—Tenía el don de escribir acatistas [cantos y oraciones en honor de Jesucristo, la Virgen o los santos]… —dijo— ¡Un milagro, señor, nada más y nada menos! ¡Se sorprenderá si se lo explico! Nuestro archimandrita es de Moscú, su vicario se ha formado en la academia de Kazán, entre nosotros hay monjes muy inteligentes y padres venerables, pero, fíjese, ni uno sólo sabe escribir acatistas, mientras Nikolái, un simple diácono que no había cursado estudios y carecía de toda prestancia, los escribía.

 

¡Un milagro! ¡Un auténtico milagro! —Ieronim sacudió las manos y, desentendiéndose por completo del cable, continuó con arrebato—: Nuestro vicario se las ve y se las desea para componer sus sermones; cuando escribió la historia del monasterio, estuvo dando la lata a toda la hermandad y viajó unas diez veces a la ciudad, mientras Nikolái escribía acatistas.

¡Acatistas! ¡Nada de sermones ni de historias!

—¿Tan difícil resulta escribir acatistas? —pregunté yo.

—Ya lo creo… —respondió Ieronim, sacudiendo la cabeza—. La sabiduría y la santidad no valen de nada si Dios no te ha concedido el don. Los monjes ignorantes se figuran que basta conocer la vida del santo sobre el que se escribe e inspirarse en otros acatistas. Pero no es así, señor. Claro que se necesita conocer esa vida en profundidad, hasta en los menores detalles. También es indispensable remitirse a otros acatistas para saber dónde empezar y qué escribir. Como ejemplo le diré que el primer versículo empieza siempre con las palabras “elegido” o “escogido”.

 

El primer canon empieza siempre con la palabra “ángel”. El acatista del Dulce Jesús, por si le interesa, comienza siempre así: “De los ángeles Creador y Señor de las fuerzas celestes”; el de la santísima madre de Dios: “El ángel mensajero fue enviado desde el cielo”; y el de Nicolás Taumaturgo: “Ángel por la figura, pero criatura terrenal”, y así sucesivamente.

Siempre se empieza con la palabra “ángel”. No cabe duda de que hay que buscar la inspiración en otros acatistas, pero lo esencial no consiste en la vida del santo ni en la conformidad con los modelos, sino en la belleza y en la dulzura.

 

Es necesario que el conjunto sea armonioso, breve y detallado. Cada verso debe estar repleto de dulzura, afecto y ternura, no tiene que haber ni una sola palabra grosera, ruda o inadecuada. Hay que escribir de tal manera que el corazón del orante se regocije y llore, mientras su espíritu se estremece y palpita.

En el acatista de la Virgen se incluyen estas palabras: “¡Regocíjate, oh grandeza, de que el pensamiento humano no pueda alcanzarte!; ¡regocíjate, oh profundidad, de que ni siquiera los ojos de los ángeles puedan contemplarte!”.

 

En otro pasaje del mismo acatista se dice: “¡Regocíjate, árbol de frutos de luz del que se alimentan los justos! ¡Regocíjate, árbol de sombra bienhechora cuyo follaje abriga a la multitud!” —Ieronim se cubrió el rostro con las manos, como si se hubiera asustado o estuviera avergonzado, y sacudió la cabeza—.

Árbol de frutos de luz… árbol de sombra bienhechora… —balbució—. ¡No es fácil encontrar esas palabras! ¡Dios debe concederte ese don! En aras de la brevedad Nikolái reunía muchas palabras y pensamientos en una sola expresión, y siempre obtenía un conjunto armonioso y acabado.

 

“Candil dispensador de luz a los vivos…”, se dice en el acatista del Dulce Jesús. ¡Dispensador de luz! Tal expresión no se oye en las conversaciones ni se lee en los libros; ¡él la inventó, la encontró en su espíritu!

Además de la armonía y de la elocuencia, señor, se necesita también embellecer cada línea con múltiples adornos, que haya flores, relámpagos, ráfagas de viento, sol, que estén presentes todos los objetos del mundo visible.

Cada invocación debe componerse de modo que sea melodiosa y grata al oído. “Regocíjate, lirio de los jardines celestes”, se lee en el acatista de Nicolás Taumaturgo. No se dice simplemente “lirio del paraíso”, sino “lirio de los jardines celestes”. Es una expresión más suave y más dulce al oído. ¡Así escribía Nikolái! ¡Precisamente así! ¡No hay palabras para expresarle cómo escribía!

—Sí, en ese caso es una pena que haya muerto —dije yo—. Pero haga avanzar el transbordador, padre, o llegaremos tarde…

 

Ieronim pareció volver en sí y se acercó corriendo al cable. En la orilla empezaron a repicar todas las campanas. Probablemente en los aledaños del monasterio tenía ya lugar la procesión de la cruz, pues todo el espacio oscuro que se extendía más allá de los toneles de resina estaba ahora sembrado de fuegos móviles.

—¿Nikolái imprimió sus acatistas? —le pregunté a Ieronim.

—¿Dónde iba a imprimirlos? —respondió él con un suspiro—. Además, habría parecido extraño. ¿Con qué objeto? En nuestro monasterio nadie se interesa por esas cosas. A nadie le gustan. Sabían que Nikolái escribía, pero no le prestaban atención. ¡En nuestro tiempo, señor, nadie respeta los escritos nuevos!

—¿Lo trataban con desconfianza?

—Así es. Si hubiera sido un superior, quizá la hermandad habría mostrado cierta curiosidad, pero ni siquiera había cumplido cuarenta años. Algunos hasta se reían y consideraban que sus escritos eran un pecado.

—¿Para qué escribía?

 

—Sobre todo para su propia consolación. De todos los hermanos yo era el único que leía sus acatistas. Lo visitaba a escondidas, para que los otros no me vieran, y él se congratulaba de mi interés. Me abrazaba, me acariciaba la cabeza, me dirigía palabras cariñosas, como si fuera un niño pequeño. Cerraba la puerta de su celda, me hacía sentarme a su lado y se ponía a leer…

—Ieronim dejó el cable y se acercó a mí—. Éramos algo así como dos amigos —añadió en un susurro, mirándome con ojos brillantes— Adonde iba él, iba yo. Sin mí se sentía triste. Me tenía más aprecio que a los demás, y todo porque sus acatistas me hacían llorar. ¡Sólo recordarlo me conmueve! Ahora me he quedado como un huérfano o una viuda.

Sabe, en nuestro monasterio todos los monjes son bondadosos, caritativos, piadosos, pero… carecen de tacto y de delicadeza, como las personas de baja condición. Todos hablan a gritos, hacen ruido al caminar, alborotan, tosen; Nikolái, en cambio, hablaba siempre con voz queda y suave, y si advertía que alguien estaba durmiendo o rezando, pasaba de largo con sigilo, como una mosca o un mosquito. Tenía un rostro candoroso, lleno de piedad…

 

Ieronim exhaló un profundo suspiro y aferró el cable. Ya nos estábamos acercando a la orilla. Salíamos directamente de las tinieblas y del silencio de las aguas, y nos adentrábamos poco a poco en un reino encantado, lleno de humo sofocante, luces crepitantes y bullicio. Ya se distinguía con total nitidez cómo los hombres se movían junto a los toneles de resina.

El centelleo de las llamas confería a sus caras rojas y a sus figuras una expresión extraña, casi fantástica. De vez en cuando entre los rostros y las cabezas aparecían hocicos de caballo, inmóviles, como fundidos en cobre rojo.

—Pronto empezarán a cantar el canon pascual… —dijo Ieronim—, pero Nikolái está muerto y ya no hay nadie que pueda penetrar su belleza… Para él no había nada más hermoso en las Escrituras que ese canon. Comprendía cada palabra. Cuando llegue allí, señor, trate de captar el sentido de lo que se canta: ¡se le corta a uno la respiración!

 

—¿Es que no va a ir usted a la iglesia?

—No puedo… Tengo que ocuparme del transbordador…

—¿No van a relevarle?

—No lo sé… Tendrían que haberlo hecho a eso de las ocho, pero, como ve, aquí sigo… En cualquier caso, le confieso que me gustaría ir a la iglesia…

—¿Es usted monje?

—Sí… es decir, novicio.

 

El transbordador varó en la orilla y se detuvo. Le entregué a Ieronim una moneda de cinco kopeks por la travesía y salté a tierra. En ese momento una telega con un muchacho y una mujer dormida penetró en el transbordador entre chirridos. Ieronim, levemente coloreado por las llamas, tiró del cable, se encorvó y puso la embarcación en movimiento…

Avancé unos pasos por el barro y a continuación me interné en un sendero blando, de reciente construcción. Ese sendero conducía, en medio de una nube de humo y una multitud desordenada de hombres, caballos desenganchados, telegas y carretelas, a las oscuras puertas del monasterio, semejantes a la entrada de una sima.

Todo eran chirridos, relinchos, risas, y por todas partes danzaban la luz purpúrea y las sombras ondulantes del humo… ¡Un auténtico caos! Y en medio de ese barullo aún había quien encontraba un lugar para cargar un pequeño cañón o vender dulces.

 

Al otro lado de la tapia, en el recinto, el trajín no era menor, aunque se observaba más compostura y orden. El lugar olía a enebro y a benjuí. La gente hablaba a voces, pero no se oían risas ni relinchos. En torno de los monumentos funerarios y de las cruces, se apretujaban gentes con roscas de Pascua y hatillos.

Por lo visto muchos de ellos habían venido desde muy lejos para que bendijeran sus dulces y estaban extenuados. Por las planchas de hierro fundido que se extendían desde la entrada del monasterio hasta la puerta de la iglesia corrían jóvenes novicios atareados, en medio de un ruido de botas. En el campanario reinaban idéntico alboroto y griterío.

“¡Vaya noche más animada! —pensé yo—. ¡Qué bien!”.

 

Daba gusto contemplar esa agitación y esa vigilia, compartidas por toda la naturaleza, empezando por la tiniebla nocturna y terminando por las planchas de hierro, las cruces funerarias y los árboles junto a los cuales se afanaba la gente. Pero en ninguna parte la excitación y el revuelo eran mayores que en la iglesia. Junto a la puerta se libraba una batalla sin cuartel entre el flujo y el reflujo.

Unos entraban, otros salían y al poco rato regresaban, se detenían un instante y de nuevo se ponían en movimiento. La gente iba de un lugar a otro, deambulando como a la busca de algo. En la entrada se formaba una ola que recorría toda la iglesia y alcanzaba las primeras filas, donde se encontraban las personas importantes y graves. No había manera de concentrarse en la oración.

La gente, en lugar de rezar, se entregaba en cuerpo y alma a una suerte de alegría infantil e irreflexiva, que buscaba el menor pretexto para estallar y manifestarse en algún tipo de movimiento, aunque fuera un vaivén y una oscilación desordenada.

 

La misma movilidad extraordinaria se percibía en la celebración de la misa de Pascua. Las puertas del iconostasio de todos los altares laterales estaban abiertas de par en par; por el aire flotaban, junto a los candelabros, densas nubes de humo de incienso; se vislumbraban luces, resplandores y cirios chisporroteantes por doquier…

El ritual no incluía ninguna lectura; un canto turbulento y alegre ocupó el oficio hasta el final; después de cada cántico, en el momento del canon, los sacerdotes se cambiaban de casulla y se introducían entre los fieles con el incensario, operación que se repetía casi cada diez minutos.

 

Apenas había tenido tiempo de hacerme un hueco, cuando una ola procedente de la parte delantera me alcanzó y me arrojó hacia atrás. Ante mí pasó un diácono alto y corpulento con un gran cirio rojo; tras él se apresuraba un archimandrita con el pelo canoso y una mitra dorada, el incensario en la mano.

Cuando desaparecieron de la vista, la multitud me empujó a mi antiguo lugar. Pero no habían pasado ni diez minutos cuando se formó una nueva ola y apareció otra vez el diácono, en esta ocasión seguido por el vicario, el mismo que según Ieronim había escrito la historia del monasterio.

 

Sumergido en la muchedumbre y contagiado de la alegre agitación general, sentía una pena intolerable por Ieronim. ¿Por qué no lo relevaban? ¿Por qué no encomendaban el transbordador a una persona menos sensible e impresionable?

“Levanta los ojos a tu alrededor, oh Sión, y mira… —cantaba el coro—, pues tus hijos han venido a ti, como antorchas de luz divina, desde el oeste y desde el norte, desde el mar y desde el oriente…”.

 

Contemplé los rostros de los fieles. Todos mostraban la misma vivacidad, la misma expresión de júbilo; pero ninguno de ellos escuchaba ni trataba de penetrar el sentido de los cánticos, a nadie se le “cortaba la respiración”. ¿Por qué no relevaban a Ieronim? Podía imaginármelo allí de pie, junto a una de las paredes, inclinándose y paladeando con avidez la belleza de la frase sagrada.

Aquellas palabras a las que no prestaban atención las personas que se encontraban a mi alrededor habrían inundado su alma sensible, la habría embriagado hasta el éxtasis, dejándolo sin aliento, y no habría habido en el templo persona más feliz que él. Ahora empujaba el transbordador de una orilla a otra, por el oscuro río, doliéndose de la muerte de su compañero y amigo.

 

A mis espaldas se formó una ola. Un monje gordo y sonriente, jugando con su rosario y volviendo la vista, se deslizó junto a mí, abriendo paso a una dama vestida con sombrero y abrigo de terciopelo. Uno de los criados del monasterio se apresuraba tras ella, llevando una silla por encima de las cabezas de los fieles.

Salí de la iglesia. Sentía curiosidad por ver el cadáver de Nikolái, el desconocido compositor de acatistas. Pasé junto a la tapia, a lo largo de la cual se sucedía una hilera de celdas, eché una ojeada a algunas de las ventanas y, al no encontrar nada, me di media vuelta. Ahora no lamento no haber contemplado el rostro de Nikolái: quién sabe, tal vez esa visión habría borrado la imagen que mi imaginación se ha forjado de él.

 

Ese hombre amable, poético, que salía por la noche para intercambiar llamadas con Ieronim, que sembraba de flores, estrellas y rayos de sol sus acatistas, incomprendido y solitario, se me aparece como un ser tímido, pálido, de facciones suaves, delicadas y tristes.

En sus ojos, además de la inteligencia, debía de brillar esa ternura, esa exaltación infantil mal contenida que había percibido en la voz de Ieronim cuando me citaba pasajes de los acatistas.
Después del oficio, cuando salí de la iglesia, las tinieblas se habían desvanecido.

Empezaba a amanecer. Las estrellas se habían apagado y el cielo tenía una tonalidad gris azulada y sombría. Las planchas de hierro, los monumentos y los brotes de los árboles estaban cubiertos de rocío. Se percibía en el aire un intenso frescor.

 

La animación que había advertido por la noche al otro lado de la tapia había desaparecido. Los caballos y los hombres parecían fatigados, soñolientos, apenas se movían, y de los toneles de resina sólo quedaban montones de ceniza negra. Cuando el hombre está cansado y quiere dormir se figura que en la naturaleza reina la misma disposición.

Tenía la impresión de que los árboles y la joven hierba dormían. Me parecía que hasta las campanas repicaban con menos vehemencia y júbilo que durante la noche. La agitación había cesado y de toda esa excitación sólo quedaba una agradable fatiga, un ansia de sueño y de calor.

 

Ahora podía admirar las dos orillas del río. Sobre las aguas, aquí y allá, vagaban ligeras columnas de niebla. Una brisa helada y cortante se alzaba del lugar. Cuando salté al transbordador, ya había en él una carretela y una veintena de hombres y mujeres. El cable, húmedo y soñoliento, según me pareció, se extendía en la lejanía a través del anchuroso río y en algunos lugares desaparecía entre la blanca bruma.

—¡Cristo ha resucitado! ¿No hay nadie más? —preguntó una voz serena.
Reconocí a Ieronim. Las tinieblas nocturnas ya no me impedían examinar al monje. Era un hombre alto, estrecho de hombros, de unos treinta y cinco años, con rasgos marcados y redondeados, ojos entornados que miraban con indolencia y una perilla descuidada y cuneiforme.

—¿Aún no le han relevado? —pregunté con sorpresa.

—¡Qué va! —respondió, volviendo el rostro sonriente, entumecido por el frío y cubierto de rocío

—. Ahora nadie me reemplazará hasta la mañana. Todos van a romper el ayuno a los aposentos del padre archimandrita.

 

Ayudado por un campesino tocado con un gorro de piel rojiza, semejante a esos barriletes de madera de tilo en los que se vende la miel, tiró con fuerza del cable y el transbordador se puso en marcha, acompañado del jadeo de los dos hombres.

Nos deslizábamos por el río, deshilachando a nuestro paso los perezosos jirones de niebla. Todo el mundo callaba. Ieronim, con el pensamiento en otro sitio, maniobraba con una sola mano.

Nos contempló largo rato con sus ojos dulces y turbios, luego se detuvo en una joven vendedora de rostro sonrosado y cejas negras, que estaba de pie a mi lado y se arrebujaba en silencio, en medio de la niebla que la envolvía. No la perdió de vista en todo el trayecto.

En esa mirada prolongada apenas había nada masculino. En el rostro de esa mujer, me pareció, Ieronim buscaba los rasgos suaves y delicados de su difunto amigo.

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Antón Chéjov – La Noche de pascua

Breve historia rusa – Literatura rusa (1886)

Texto traducido al español

 

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