KAFKA Franz mini CUENTO EL MATRIMONIO TEXTO completo ESPAÑOL

 

 

 

Franz Kafka

El matrimonio

(De: Das Ehepaar)

(1922)

 

Literatura Alemana

minicuento de Kafka

 

 

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Texto completo

traducido al español

 

 

” El Matrimonio “ (en alemán original: “Das Ehepaar”) es un cuento de Franz Kafka de 1922.
El mini cuento de Franz Kafka “El matrimonio” se publicó póstumamente en “Beim Bau der Chinesischen Mauer” en 1931.

En el cuento “El Matrimonio” del escritor Franz Kafka, el protagonista y narrador, un empresario en una situación comercial no buena, decide ir a visitar a un cliente anterior cuyas noticias no conoce desde hace mucho tiempo, pero…

A continuación puede leer la versión de los cuento de Franz Kafka “El Matrimonio” (en alemán original: Das Ehepaar) traducida al español.

La versión original en alemán de la historia de Franz Kafka “Das Ehepaar” (esp: “El Matrimonio”) se puede leer en el yeyebook haciendo clic aquí.

Puede leer la versión traducida en inglés del minicuento de Franz Kafka “El matrimonio” (en: The Married Couple) en yeyebook haciendo clic aquí.

Puedes leer el mini cuento de Franz Kafka “El matrimonio” traducido a otros idiomas: italiano, francés, chino, etc. seleccionando el idioma en el menú superior o lateral.

¡Feliz lectura y buen trabajo!

 

 

Franz Kafka

El matrimonio

Das Ehepaar

(1922)

 

mini cuentos

Texto completo

traducido al español

 

 

            La situación general del negocio es tan mala, que yo, algunas veces, cuando tengo tiempolibre en el despacho, cojo la cartera de muestras y me dedico a visitar personalmente a losclientes. Hace tiempo que he decidido ir a visitar a K, con el que antaño tuve continuasrelaciones comerciales, pero del que, por motivos desconocidos, no sé nada desde el añopasado.

Para este tipo de problemas no hace falta que se den motivos; en la inestablesituación de hoy puede decidir una nadería o un estado de ánimo, y del mismo modo unanadería o una sola palabra pueden arreglarlo todo.

No obstante, me resultaba incómodovisitar a K, era un hombre ya mayor, en los últimos tiempos con mala salud, y aunque aúnmanejaba todos los hilos del negocio, apenas aparecía por allí; si se quería hablar con él,había que ir a su vivienda, un trámite así se va aplazando. Ayer por la tarde, sin embargo, a las seis, me puse en camino; ya no era una hora devisita, pero el asunto no era una formalidad social, sino de mera trascendencia comercial.

 

Tuve suerte, K estaba en casa; en ese momento, como me dijeron en la entrada, acababade regresar de dar un paseo con su esposa y ahora estaba en la habitación de su hijo, queno se encontraba bien y estaba en cama. Me pidieron que fuera hasta allí; al principiodudé, pero venció el deseo de terminar lo más rápidamente posible la fastidiosa visita, asíque me dejé guiar, tal como estaba, con el abrigo puesto y el sombrero y la cartera demuestras en la mano, por una habitación oscura hasta llegar a otra iluminada, en la quehabía una pequeña reunión.

Por instinto mi mirada recayó en primer lugar sobre un representante de negocios alque conocía muy bien y que, en parte, es un competidor. Así que él se había deslizadohasta allí antes que yo. Estaba sentado cómodamente al lado de la cama del enfermo,como si fuera el médico; con su elegante abrigo, abierto y abombado, daba una impresiónde poderío; su frescura era insuperable; algo similar debía de pensar el enfermo, quien,con las mejillas ligeramente coloradas por la fiebre, yacía a su lado y lo miraba. Por lodemás, ya no era joven, más bien de mi edad, con una barba corta y algo descuidada por laenfermedad. El viejo K, un hombre alto y ancho de hombros, pero por su perniciosopadecimiento, para mi sorpresa, muy delgado y algo encogido, parecía haberse vueltoinseguro; estaba de pie, tal y como había llegado, con su abrigo de piel, y le murmurabaalgo al hijo.

 

Su esposa, pequeña y frágil, pero muy activa, aunque sólo respecto a él —anosotros apenas nos miraba—, estaba ocupada en quitarle el abrigo, lo que provocabadificultades dada la diferencia de estatura entre ambos; al final lo consiguió. Tal vez ladificultad real estaba en que K era muy impaciente e, intranquilo, no dejaba de pedir labutaca con las manos; la mujer se la acercó rápidamente en cuanto logró quitarle el abrigo.Ella misma tomó el abrigo de piel, que prácticamente la hizo desaparecer, y se lo llevófuera.Ahora parecía haber llegado mi turno o, tal vez, no había llegado, ni llegaría jamás. Siquería intentar algo, tenía que ser de inmediato, pues mi instinto me decía que lascondiciones para una conversación de negocios irían empeorando.

Quedarme allí pegado sin límite de tiempo, como pretendía el representante, no era mi estilo; por lo demás,tampoco quería tener la más mínima consideración hacia él. Así que comencé, sin máspreámbulos, a comunicarle mi asunto, a pesar de que noté que K tenía ganas de conversarun poco con su hijo. Por desgracia, tengo la costumbre, cuando me excito un poco alhablar —y eso me ocurre muy pronto y en aquella habitación de enfermo más pronto de lonormal—, de levantarme e ir de un lado a otro. En mi propio despacho resulta cómodo,pero en la habitación de un extraño, molesto. Pero no pude contenerme, sobre todo porqueme faltaba mi cigarrillo.

 

Bueno, cada uno tiene sus malas costumbres, y las mías se podíanalabar en comparación con las del representante. ¿Qué se puede decir, por ejemplo, de quemantuviera el sombrero en la rodilla, donde no paraba de moverlo lentamente, y de que selo pusiera de un modo inesperado? Por supuesto que se lo volvió a quitar en seguida,como si hubiera sido un descuido, pero durante un instante lo había tenido sobre la cabeza.Y eso lo repitió una y otra vez, de rato en rato.

Semejante conducta no se puede permitir.A mí no me molestó, yo iba de un lado a otro, sólo me ocupaba de mis asuntos, y no lemiraba, pero puede haber personas a las que saquen de quicio esos juegos malabares conel sombrero. Por mi parte, cuando me empleo en algo con celo profesional, no sólo ignorosemejantes molestias, sino también a los presentes; por supuesto que me doy cuenta de loque ocurre, pero, en cierta medida, no lo torno en consideración hasta que he terminado dehablar o hasta que escucho alguna objeción.

Así, por ejemplo, noté que K no estaba muyreceptivo; no cesaba de mover las manos con incomodidad sobre los brazos de la butaca;además, no me miraba a mí, sino que dirigía su mirada errática al vacío y su rostro parecíatan ausente como si ni un sonido de mi discurso, sí, ni siquiera un sentimiento de mipresencia pudiese penetrar en él. Yo observaba todo este comportamiento enfermizo, tanpoco esperanzador, pero seguía hablando con la intención de conseguir, al final, con laayuda de mis palabras y de mis ofertas ventajosas —quedé horrorizado de las concesionesque estaba haciendo, y que nadie reclamaba— que la situación se equilibrase.

 

Tuve ciertasatisfacción al contemplar fugazmente que el representante había dejado quieto elsombrero y cruzaba los brazos sobre el pecho. Mi exposición, que en parte iba dirigida aél, parecía trastornar todos sus planes. Y tal vez hubiera seguido hablando un buen ratomás, impulsado por el sentimiento placentero que me provocaba el efecto conseguido, si elhijo no se hubiera incorporado repentinamente en la cama y me hubiera callado con elpuño alzado.

Quería decir algo, señalar algo, pero no tuvo las fuerzas suficientes. Yo loconsideré en principio como un síntoma de delirio febril, pero cuando dirigí la miradainvoluntariamente hacia el viejo K, lo comprendí mucho mejor.K estaba sentado con los ojos abiertos, vidriosos, hinchados, parecía que sólo pudieradisponer de ellos ese instante, se inclinaba, tembloroso, hacia adelante, como si alguien legolpeara en la nuca; el labio inferior, más aún, la mandíbula inferior colgaba dejando verlas encías, su rostro aparecía desencajado.

Aún respiraba, pero con dificultad, acontinuación cayó contra el respaldo de la butaca, como liberado, cerró los ojos, laexpresión de un gran esfuerzo se reflejó en su rostro y todo había acabado. Salté hacia élcon rapidez, cogí su mano sin vida, floja, fría, estremecedora; no tenía pulso. Bueno, habíallegado su fin. Ciertamente, ya era un hombre viejo.

 

Que nuestra muerte no sea más difícil que la suya. ¡Pero cuántas cosas quedaban ahora por hacer! ¿Y qué podía ser lo primero?Miré a mi alrededor en busca de ayuda, pero el hijo se había tapado la cabeza con lamanta, se podían oír sus sollozos infinitos; el representante, frío como una rana, estabasentado rígidamente en el sillón, a dos pasos de K, y parecía decidido a no hacer nada queno fuese dejar pasar el tiempo; sólo quedaba yo, y tenía que hacer lo más difícil,comunicarle la noticia a la esposa de alguna manera soportable, es decir, de una maneraque no existe en el mundo.

Y ya oía los pasos que se acercaban con rapidez desde lahabitación contigua.Traía —ella aún llevaba puesto el traje de calle, no había tenido tiempo para cambiarse — una camisa que había calentado en la calefacción para que se la pusiera su marido. «Seha dormido» —dijo sonriendo y sacudiendo la cabeza cuando nos encontró tan silenciosos —. Y con la infinita confianza del inocente tomó la misma mano que yo acababa desostener con aversión y temor, la besó como si se tratase de un pequeño juego matrimonialy —¡cómo debimos de mirarla!— K se movió, bostezó, se dejó que le pusieran la camisa,toleró con una expresión entre enojada e irónica los reproches de su mujer por el esfuerzoal dar un paseo tan largo y, para aclarar el haberse quedado dormido, adujo de formaextraña algo referente a cierto aburrimiento.

 

Luego se echó un momento en la cama delhijo, para no enfriarse en el camino hacia otra habitación; la mujer acomodó su cabezasobre dos cojines, cerca de los pies del hijo. En vista de lo ocurrido con anterioridad, nadame parecía extraño. Ahora pidió el periódico vespertino, lo tomó sin mostrar consideración alguna ante los presentes, lo hojeó y, mientras tanto, nos dijo, consorprendente perspicacia, algunas palabras bastante desagradables relativas a nuestrasofertas, agitó las manos con una actitud de rechazo y, finalmente, chasqueó la lengua paraquitarse el mal sabor de boca que le habían causado nuestras proposiciones comerciales.

 

El representante no se pudo contener y realizó alguna observación inadecuada; creía, enun sentido bastante grosero, que, después de lo ocurrido, había que obtener algunacompensación, pero como él lo pretendía no había posibilidad alguna. Yo me despedírápidamente, casi le estaba agradecido al representante: sin su presencia no hubiera tenidola fuerza de decisión para irme en ese momento.En el recibidor me encontré de nuevo a la señora K.

Al contemplar su aspecto infelizme recordó a mi madre. Y como permaneció silenciosa, añadí: —Se puede decir lo que se quiera, podía hacer milagros. Lo que rompíamos, lo volvíaa reparar. Yo la perdí en mi infancia.Había hablado con lentitud y de forma algo exagerada, pues suponía que la mujer eradura de oído.

Pero era completamente sorda, pues preguntó al instante: —¿Y el aspecto de mi marido?Después de unas palabras de despedida noté que me confundía con el representante;me hubiera gustado creer que sin esa confusión se habría mostrado más confiada.A continuación bajé las escaleras.

Bajarlas fue más pesado que subirlas, y ni siquieraesto había sido fácil. ¡Ay!, cuántos caminos comerciales hay que no llevan a ninguna parte, y tenemos que seguir llevando la carga.

..

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Franz Kafka – El matrimonio

De: Das Ehepaar (1922)

Un minicuento de Kafka

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